domingo, 31 de enero de 2010

Leer o no leer


Oscar Wilde fue un hombre de genio, entregado a los cánones estéticos como ningún otro. La moral victoriana acabó con él, pero sus escritos le han superado. Qué decir de libros como "El alma del hombre bajo el socialismo", "El ratrato de Dorian Grey", "El fantasma de Canterville", etc...Las vidas de los grandes hombres siempre han llamado mi atención, y Wilde por supuesto no es una excepción. Tratar de entenderlos supone un auténtico misterio, pero no por ello dejamos de intentarlo. Aquí dejo unos párrafos que dejó escritos en febrero de 1886. El título del texto, es "Leer o no leer", y desde mi humilde punto de vista, merece la pena ser leído:
Los libros pueden ser muy cómodamente divididos en tres clases:
I. Los libros que hay que leer, como las Cartas, de Cicerón; Suetonio; las Vidas de los pintores, de Vasari; la Autobiografía de Benvenuto Cellini; Sir John Mandeville; Marco Polo; las Memorias de San Simón; Mommsen, y (hasta que tengamos otra mejor) la Historia de Grecia, de Grote.
II. Los libros que hay que releer, como Platón y Keats en la esfera de la poesía, los maestros y no los menestrales en la esfera de la filosofía, los videntes y no los sabios.
III. Los libros que no hay que leer nunca, como las Estaciones de Thomson; la Italia de Rogers; las Evidencias, de Paley; todos los Santos Padres, con excepción de San Agustín; todo John Stuart Mill, excepto el Ensayo sobre la libertad; todo el teatro de Voltaire, sin excepción alguna; la Analogía, de Butler; el Aristóteles, de Grant; la Inglaterra, de Hume; la Historia de la filosofía, de Lewes; todos los libros de argumentación y todos aquellos en los que se intente probar algo.
La tercera clase es, con mucho, la más importante. Decir a las gentes lo que deben leer es generalmente inútil o perjudicial, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza.
No existe ningún manual del aprendiz del Parnaso y nada de lo que se puede aprender por medio de la enseñanza merece la pena ser aprendido. Pero decir a las gentes lo que no deben leer es cosa muy distinta y me atrevo a recomendar este tema a la comisión del proyecto de extensión universitaria.
Realmente es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo, en este siglo en el que vivimos; un siglo en el que se lee tanto que ya no se tiene tiempo para admirar, y en el que se escribe tanto que no se tiene tiempo para pensar.
Quien escoja en el caos de nuestros modernos programas los «cien peores libros» y publique su lista, hará un verdadero y eterno favor a las generaciones futuras.

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